Quizá de tanto escuchar el mar en la caracola, Amaya logró comprender...
La primera vez que lo vio, cuando lo conoció, era aun demasiado pequeña como para poder distinguir su separación con el cielo, para entonces solo veía una gran masa celeste y azulina que se confundía en el horizonte.
El Océano se comió sus ojos, porque estos nunca pudieron sorprenderse nuevamente por algo y su corazón, se lo tragó de repente una ola llena de espuma, y lo alejó de ella tanto como en las playas se alejan lentamente los barcos hacia el infinito.
Desde siempre fue una niña solitaria, como nostálgica de una vida en la libre inmensidad del gigantesco Pacífico, nunca tubo grandes amigos. Quizá porque prefería pasar horas sentada frente a aquella gran masa de agua, la veía avanzar y retroceder, una y otra vez, como si hablara con ella, de tantas cosas que los humanos no ven.
Pero la vida transcurrió de tal manera que tubo que mudarse a la ciudad, no sin antes despedirse y prometerle que algún día volvería. Allí en la ciudad, llena de grises y monotonía se fue de a poco olvidando del caprichoso mar. Y a veces, cuando estaba sola, como en una especie de ritual lo escuchaba en la caracola.
Cuantos hombres la habían amado a ella, cuantas amigas y amigos la habían querido tanto, pero ella no tenía ojos ni corazón para ellos.
Un día conoció a Ismael, un chico que venía del sur, de la pampa. Poseía la misma mirada perdida de ella, como de esas miradas que no vienen de ninguna parte, pero parecen alargarse hasta el infinito y fue solo cuestión de tiempo. Él era caprichoso, constante, inquieto y potente... como el mar. Ella era solitaria, fria y nostalgica como la pampa.
De más está decir que jamás volvieron a ver el mar ni la pampa. De más está decir que luego se casaron con otros personajes que no aparecen en esta historia. De más esta decir... que hay cosas que jamás se olvidan.