3 jun 2013

Dime lo que quieras...

Voy a sentarme a escribir un rato, porque hace meses que no lo hago. Es otoño... casi invierno. El viento ya se llevó el fuego de los arboles, la lluvia mojó el pavimento y el frío se caló en mis huesos. He visto caer hojas en llamas que nadie más vio, y presencié espectáculos de nubes que nadie notó. Jugué con los charcos, salté en el cemento para no pisar las lineas. Me detuve a mirar como se formaban pequeños ríos en las calles, resistiendo el hecho de que la tierra donde debieron haberse deslizado fue ocultada. He visto todas estas cosas como en los otros otoños... pero este es distinto.
Hay una calidez interior que no me deja en paz. Una sensación serena, de tranquilidad. Una claridad que me hace sonreír. Ni rastros de soledad.
Recuerdo de estos días haber caminado en noches heladas, observando las estrellas, las luces de la ciudad con sus grandes halos. Me hacen pensar en los cuadros de Van Gogh, esos cuadros oscuros llenos de perturbación... pero en el fondo, la tranquilidad de saber que se hace lo correcto, lo que se debe de estar haciendo. La vocación y el amor por cada una de esas pinceladas, que son como las brisas que acarician mi cara en esas caminatas. La rima y la sinfonía están ahí, constantemente, sutilmente. Pero hay que amar genuinamente la poesía de las cosas comunes, para tener el valor de detener el tiempo y contemplarla. Detenerse... de esas cosas el espíritu se nutre.

Quisiera poder sentarme todas las tardes, con una taza de café y algo de chocolate. Acompañarme de tu compañía, tus silencios, tus palabras... tu respiración y tu calor. Y que viéramos pasar el tiempo así, mirándonos tal vez y danzando con nuestras almas, unidas en un divertido ritual de amor.